22.12.05

La gente que me gusta...


Primero que todo

Me gusta la gente que vibra,

que no hay que empujarla,

que no hay que decirle que haga las cosas,

sino que sabe lo que hay que hacer y

que lo hace en menos tiempo de lo esperado.

Me gusta la gente con capacidad

para medir las consecuencias de sus acciones,

la gente que no deja las soluciones al azar.

Me gusta la gente estricta

con su gente y consigo misma,

pero que no pierda de vista

que somos humanos y nos podemos equivocar.

que el trabajo en equipo entre amigos,

produce más que los caóticos esfuerzos individuales.

Me gusta la gente que sabe la importancia de la alegría.

Me gusta la gente sincera y franca,

capaz de oponerse con argumentos serenos y razonables

a las decisiones de un jefe.

Me gusta la gente de criterio, la que no traga entero,

la que no se avergüenza de reconocer que no sabe algo

o que se equivocó,

Me gusta la gente que al aceptar sus errores,

se esfuerza genuinamente

por no volver a cometerlos.

Me gusta la gente capaz de criticarme

constructivamente y de frente,

a estos los llamo mis amigos.

Me gusta la gente fiel y persistente,

que no fallece cuando

de alcanzar objetivos e ideas se trata.

Me gusta la gente que trabaja por resultados,

Con gente como esa,

me comprometo a lo que sea,

ya que con haber tenido esa gente a mi lado

me doy por bien retribuido.

Mario  Benedetti

18.12.05

Tribulaciones de Ulises

de René Rodríguez Soriano


Tejes y destejes mis órganos, mis sienes y mis sueños. Me reflejo en el espejo de tu espera. Me muero. Resucito en todas las muertes que ya he muerto entre tus muertes presentidas. Voy hacia ti por caminos que conducen a tus sendas, no me encuentro. Doy conmigo, perdido. Me deshilo, implorando ante la indiferencia de Teseo. Herido Minotauro, desangrado. Ando y desando por la noche cada día que me tejes y me inventas en mil argucias. Soy nada, navegando en el turbulento todo de tu entrega. Te invento, te dibujo y te recreo en todas las tonalidades de mis ansias. ¿Qué piensan tus adentros cuando te vas y me voy por esos ríos sordos de la madrugada? ¿Qué fraguan, en sus momentos, mientras vadeo las lelas corrientes de esa espera cecina y penitente de los días? Arde atrás Troya, amor. Las llamas queman mis huellas y no huyo, voy hacia ti porque sé que, sentada, quizá mirando la ventana que yo ansío, tu espera es una llama que arde más aún.

14.12.05

CREO, VIEJA, QUE TU HIJO LA CAGÓ

 

de Jorge Valdano


Juan Antonio Felpa era de talante tranquilo, pero resolvió asegurarse el
sueño de la noche previa a la del día del partido con medio somnífero
porque estaba inquieto, y no le faltaba razón. El hábito lo des­pertó a
las siete de la mañana, e instantáneamente un cosquilleo nervioso en el
estómago le anunció que era domingo, día de fútbol, y decidió quedarse un
poco más en la cama a pensar en el partido. Consumió varios minutos
parando penaltys en idénticas versio­nes. Era su sueño favorito, su
fantasía recurrente: O-O faltando un minuto y penalty en contra; silencio
ex­pectante, miradas de ojos grandes, intuición exacta y él en el aire
abrazado a la pelota y otra vez él en el suelo sintiéndose dueño de los
aplausos, responsable de la catástrofe diminuta que sufrían las emociones
de cientos de aficionados; O-O final. A veces imaginaba lo mismo con
ventaja de 1-O para su equipo, pero esa his­toria le gustaba menos porque
tenía que repartir la gloria con el compañero que había marcado el gol. A
Juan Antonio Felpa, obrero de Fábricas Unidas y portero del Sportivo
Atlético Club, se le dibujaba una sonrisa estúpida cuando paraba penaltys
mentalmente aunque él no se daba cuenta. Se acordó del tiempo con la
preocupación de un agricultor; saltó de la cama y se fue hasta la puerta
rogando que no lloviera. Aquel 16 de septiembre de 1964, la primavera se
había adelantado cinco días al calendario. Era una mañana irreprochable.
Ese sol que invitaba a vivir le recordó la enfermedad de su padre: <<Día
peronista>> hubiera dicho él. Luego pasaría a visitarlo para hacerle
olvidar por un rato la tristeza de perderse el clásico.

Entró a la humilde cocina a tomarse un té, como era su costumbre
dominguera, sin poder sacarse el partido de la cabeza. Clavó la vista en
un póster arrugado de Amadeo Carrizo que había pegado años atrás en la
pared. Sin haberlo visto nunca jugar, había sido siempre hincha del River
Plate. Buenos Aires estaba a muchos kilómetros y a muchos pesos de
distancia, pero él idealizaba la trayectoria del equipo capitalino y la de
su portero legendario a través de la radio y de la revista El Gráfico.
Como admirar es identificarse, Felpa se sentía el Carrizo del pueblo, le
emulaba algunos gestos y hasta había conseguido una gorra a cuadros
parecida a la que el portero riverplatense usaba para defenderse del sol.
«Grande maestro», le murmuró Juan Antonio a la foto de Amadeo en el
preciso instante que su mujer, con ojos todavía dormilones, entraba en la
cocina:

-Hablás solo.

-No, pensaba.

Recibió el beso cariñoso y joven de Mercedes y los dos hablaron durante
largo rato de simples cosas suyas.

Juntos escucharon a Johnny Lombard anunciando el partido: «A las cinco de
la tarde, en el campo comunal Sportivo y Argentino de Las Parejas se
juegan el título de Liga en el partido más esperado del año». Esa voz
emotiva, que paseaba en un coche lento y que era ampliada por dos grandes
altavoces ubicados sobre el techo, lograba que Felpa se sintiera
importante. Piel de gallina se le ponía.

Todavía faltaban cinco partidos para que terminara el campeonato, y los
dos equipos que dividían el pueblo, los celestes del Argentino y los
verdirrojos del Sportivo compartían el primer puesto de la Liga Cañadense
de Fútbol. Esa tarde ponían el honor y la vergüenza en juego para definir
de una vez por todas quién era quién en la Liga.

Desde hacia una semana no se hablaba de otra cosa. Circulaban las
apuestas, se espesaban las bromas y los más impacientes ya se habían
cruzado algún puñetazo. Estaba clarito en el ambiente que lo que se jugaba
era el clásico más importante de los últimos tiempos.

-¿Que tal en la fábrica? -preguntó Mercedes.

-Y.. esta semana, ya sabés, los muchachos me volvieron loco.

Orgulloso, Juan Antonio le contó a su mujer; entre otras cosas, que el
patrón, palmeándole la espalda le había dicho: «Juan, el domingo te tenés
que portar, ¿eh?».

Felpa era un buen tipo, de veintiséis años, casado no hacía mucho tiempo y
con un niño de meses. De gustos sencillos, querido y popular, era de esa
clase de hombres que teniendo poco no necesitan más. Se vistió con ropa de
domingo, revisó la bolsa de deportes, olió con ganas y sin ruidos la
habitación del hijo dormido y se despidió de su mujer sin mucha ceremonia.

En el sanatorio San Luis, sentado en la cama donde convalecía su padre de
una operación estomacal, recibió con paciencia consejos futbolísticos.
Recordaron aquel día que habían ido a cazar y Juan Antonio, con diez años,
salió corriendo y se tiró de panza sobre una liebre a la que el padre
había apuntado y pretendía disparar con su vieja escopeta. La liebre se
escapó y el imprudente proyecto de guardameta, que vivía abalanzándose
sobre cualquier cosa, recibió una paliza de la que no se olvidaría nunca
más. En esa época le empezaron a llamar Gato. Su padre, hombre de carácter
fuerte, que amaba al Sportivo con la misma intensidad con que odiaba al
Argentino, nunca estuvo de acuerdo con que su hijo fuera portero, y no
sólo porque le espantaba las liebres, sino porque siempre había pensado
que los porteros eran medio imbéciles. Pero quería tanto a su único hijo
que mudó el prejuicio y terminó mirando los partidos desde detrás de la
portería, aunque era más lo que molestaba con Sus gritos que lo que
respaldaba.

En la cama del sanatorio, don Jesús Eladio Felpa se sentía mejor; pero no
poder ver ese clásico lo tenía algo excitado. Iba a tener que conformarse
con abrir las ventanas de su habitación para interpretar los gritos que
llegaran desde la cancha. A doscientos metros de distancia era capaz de
identificar, aguzando el oído, las jugadas peligrosas, el equipo que
dominaba y, sin dudar, a qué equipo pertenecía el gol que se marcaba.
Treinta y cinco años viendo al Sportivo le habían enseñado mucho. Su pobre
mujer tenía que soportar en silencio el relato aproximado que don Jesús
hacía de las jugadas.

Juan Antonio se fue a la sede del club llevándose una última recomendación
paterna:

-Métanle cinco goles, así no hablan nunca más.

En el camino volvió a fabricar un penalty en la cabeza. Siempre se tiraba
hacia la derecha y apresaba entre sus manos el balón que llegaba a media
altura. «La esperanza es el sueño de los despiertos», escuchó un día.

En la sede encontró más gente que nunca y un clima prebélico. Las manos se
le posaban en los hombros como mariposas brutas y contestó con una sonrisa
los comentarios de siempre: «No te preocupes, que hoy ni se acercan...».
«A las cinco cerrará las persianas, ¿eh?...» «¿A quién le ganaron
ésos...?» Llegó a la tranquilidad del restaurante y saludó a sus
compañeros, la mayoría de pueblos y ciudades cercanas a los que no veía
desde el domingo pasado. Eran buena gente, pero él envidiaba la capacidad
que tenía el Argentino para formar jugadores del pueblo. El Tano Perazzi
lo explicaba bien: «Los del pueblo juegan por la camiseta, y los de afuera
juegan por la plata». Pero siempre había sido así, y, la verdad, mucha
plata no había.

Comieron carne asada con ensalada, y después la Bruja Mirage, ex jugador y
en aquel momento entrenador, dio la alineación y dijo las cuatro tonterías
de siempre con tono de haber inventado el fútbol.

Los Felpa, padre e hijo, no lo tragaban porque nunca había defendido el
fútbol local. Cuanto de más lejos le traían los jugadores, más contento
estaba. Además, jugaba sin wínes, y tácticamente se equivocaba mucho. Los
dos solían acordarse del día en que el Negro Moyano lo saludó a los gritos
en mitad del bar Victoria:

-¿Cómo te va, embrague?

-¿Por qué embrague? -preguntó el entrenador con poca prudencia.

-Porque primero metés la pata y después hacés los cambios -le soltó el
Negro para que se riera todo el mundo.

Cómo sufrió el odio Mirage esa vez.

Los jugadores decidieron irse para la cancha distribuidos en cuatro coches
particulares de directivos de la comisión de fútbol. Salieron por la
puerta trasera para no darle oportunidad a los pesados. En el vestuario
empezaron a respirar el clima del partido. Ahí adentro olía a fútbol. El
partido estaba cerca, y afuera crecía el ruido. Apretados por los nervios,
se vistieron, se masajearon e hicieron movimientos de calentamiento como
si se tratara de un ritual.

El Gato Felpa, en un rincón, sólo movía los brazos y de vez en vez tiraba
algún golpe al aire como los boxeadores. Se ponía rodilleras y unos
pantalones cortos acolchados en las caderas para amortiguar los golpes de
las caídas. No usaba guantes ni entendía cómo se podía atajar con ellos.
Si alguien se lo preguntaba, había aprendido una frase que le gustaba
repetir: «Me quitan sensibilidad». Los hierros entre los que trabajaba
durante la semana habían modelado manos fuertes, y a él le gustaba sentir
la pelota entre sus dedos. El equipo, como era su costumbre, hizo un corro
y todos encimaron las manos sobre las del capitán para dar tres gritos de
guerra que contribuían a darles confianza y a hacerlos sentir más juntos.
De rebote, también valía para asustar a los del vestuario contiguo. Se
fueron para el túnel, con música de tacos de cuero sobre el suelo y
cuidando de no resbalarse en el cemento. Cuando asomaron la cabeza estalló
la mitad roja-verde del campo. Los celestes ocupaban el lado opuesto y
homenajearon a sus jugadores tres minutos después. Ahí estaba todo el
pueblo.

Era día grande, de esos que dejan hablando al pueblo durante semanas;
banderas, papeles picados, bombos, matracas gigantes, cantos; no faltaba
nada.

El sermón arbitral fue breve: «A jugar y a callar», dijo a los capitanes
en el centro del campo antes de sortear las porterías.

El griterío de la gente y la emotividad de lo que estaba en juego
dignificó en parte el fútbol pobre que se jugó en la primera mitad. Los
dos equipos trataban de aprovechar el descuido del adversario, pero, eso
sí, sin descuidarse. Se tenían miedo y estaban tensos, y eso, procesado
futbolísticamente, da como resultado un partido trabado e impreciso.

Acertó don Jesús Eladio Felpa, en el sanatorio, cuando le resumió el
primer tiempo a su mujer:

-Partido malo, vieja, ni ocasiones de gol crearon.

Se jugó mal, es cierto, pero se jugó en serio. Las piernas se metían
fuertes y entre los jugadores se escucharon palabras duras.

El segundo tiempo pareció un poco más abierto, pero pisaron poco las
áreas. Los dos equipos malograron alguna oportunidad, pero no fueron fruto
de balones claros, sino de rebotes afortunados o de errores cometidos por
piernas cansadas.

Pero de un clásico de pueblo nadie se va antes de tiempo. Certero otra vez
don Jesús, le advirtió a su paciente mujer; faltando unos quince minutos,
que «todavía podía pasar cualquier cosa». En ese segundo tiempo, Juan
Antonio se calzó la gorra, porque el sol estaba bajo y pegaba de frente.
Sus pocas intervenciones las había resuelto con sobriedad, salvo aquella
pelota que llegó combada y despejó por encima del travesaño tirándose para
atrás. Una parada más espectacular que difícil. Desde atrás dio órdenes,
animó a sus compañeros y en ningún momento perdió concentración. Hasta el
momento de la jugada que nunca más olvidarían quienes estaban ahí, el
partido no se había dado para que él se luciera.

Faltaban cuatro minutos para el final cuando el Gringo Santoni, siempre
tan apresurado, despejó a córner sin necesidad. Había llegado ese momento
en el cual los menos interesados miraban el reloj con ganas de que aquello
terminara de una vez, los borrachos hablaban solos y los fanáticos estaban
trepados a las vallas totalmente desencajados. El córner venía fuerte y el
Gato Felpa, todo hay que decirlo, dudó en la salida y se quedó a mitad de
camino. El Oso Antuña, defensor central del Argentino, no necesitó saltar
para cabecear seco al ángulo cruzado. El Enano Zárate, que con esa altura
no podía marcar a nadie por arriba y que en los córneres era el encargado
de cuidar el primer palo, supo instintivamente que con la cabeza jamás
podía llegar a esa pelota, y la despejó de un manotazo. ¡ Penalty!

Aquello calentó a los indiferentes, congeló a los fanáticos y hasta calló
a los borrachos. El lado celeste de la cancha se puso de fiesta y la gente
del Sportivo esperaba, inmóvil y muda, a que los dioses del fútbol les
dieran una mano. Todo lo que estaba pasando se parecía mucho a la fantasía
de Juan Antonio Felpa.

El sol, del otro lado de la cancha, se había caído detrás de los cipreses,
y Felpa, parado en el centro de la línea de meta, se quitó la gorra muy
resuelto y la tiró adentro de la portería. Sintió un frescor agradable en
la cabeza sudada y quizá por eso experimentó la fe de los héroes.

A once metros de distancia el Befo Nieva ya estaba frente a la pelota. Se
cruzaron una mirada huidiza; medio cómplice y medio asesina.

Juan Antonio Felpa flexionó levemente las rodillas y con los ojos fijos en
el lanzador escuchó la orden del árbitro. Ya tenía la decisión tomada.
Cuando el Beto golpeó la pelota, Felpa ya volaba en la dirección del
sueño. Al lado del palo derecho, se abrazó a la pelota en el aire, y antes
de caer al suelo sintió, como un relámpago, la alegría más grande de su
vida.

Ahora era la mitad rojo-verde del campo la que se había puesto de fiesta
al grito de «Felpa», «Felpa», «Felpa». Yo no sé lo que le pasó en ese
momento, porque en veinticinco años nadie logró hablar con él del tema sin
que se enfadara, pero para mí que esos gritos lo confundieron y eso lo
llevó a tomar el camino más absurdo de su vida. Lo cierto es que se
levantó del suelo endiosado, y queriendo prolongar ese momento mágico,
cometió el error de ir a buscar la gorra dentro de la portería con la
pelota debajo del brazo. El árbitro dudó antes de dar el gol, y el campo
entero tardó en echarse las manos a la cabeza entre eufóricas risas
celestes y sorprendidos lamentos verdirojos. El extraño coro de murmullos
que quedó flotando en el ambiente desconcertó a don Jesús Eladio Felpa,
que había sufrido con el penalty («hay que reconocer que fue justo,
vieja») y se había alegrado con el paradón. Intuyó que algo malo había
pasado, y con una mínima esperanza de haberse equivocado, miró a su santa
mujer y le comentó entre triste y preocupado:

Creo, vieja, que tu hijo la cagó.
 

13.12.05

SE MIRAN, SE PRESIENTEN, SE DESEAN

SE MIRAN, SE PRESIENTEN, SE DESEAN
Se miran, se presienten, se desean, se acarician, se besan, se desnudan, se respiran, se acuestan, se olfatean, se penetran, se chupan, se demudan, se adormecen, despiertan, se iluminan, se codician, se palpan, se fascinan, se mastican, se gustan, se babean, se confunden, se acoplan, se disgregan, se aletargan, fallecen, se reintegran, se distienden, se encarnan, se menean, se retuercen, se estiran, se caldean, se estrangulan, se aprietan,se estremecen, se tantean, se juntan, desfallecen, se repelen, se enervan, se apetecen, se acometen, se enlazan, se entrechocan, se agazapan, se apresan, se dislocan, se perforan, se incrustan, se acribillan, se remachan, se injertan, se atornillan, se desmayan, reviven, resplandecen, se contemplan, se inflaman, se enloquecen, se derriten, se sueldan, se calcinan, se desgarran, se muerden, se asesinan, resucitan, se buscan, se refriegan, se rehuyen, se evaden y se entregan
.

Oliverio Girondo

12.12.05

Alabanza a los sueños





En mis sueños
pinto como Vermeer van Delft.
Hablo fluidamente griego
y no sólo con los vivos.
Conduzco un auto
que me obedece.
Tengo talento,
escribo poemas largos, grandiosos.
Escucho voces
no menos que los grandes santos.
Se sorprenderían
de mi virtuosismo en el piano.
Floto en el aire como se debe,
es decir, por mí misma.
Si caigo del techo
puedo aterrizar suavemente en el verde césped.
No me es difícil
respirar bajo el agua.
No me puedo quejar :
he logrado descubrir la Atlántida.
Me complace que justo antes de morir
siempre me las arreglo para despertar.
Inmediatamente tras el estallido de la guerra
me vuelvo a mi lado favorito.
Soy, mas no necesito ser,
hija de mi tiempo.
Hace unos pocos años
vi dos soles.
Y antes de ayer un pingüino,
con toda claridad.

Wislawa Szymborska (1972)

10.12.05

Via Poesia



Por un momento pensé que la poesía ya no tenía via,
que los laberinticos de nuestros seres
simplemente se adormecían en el letargo de alguna memoria;
por un momento pensé que no teniamos opcion
que todas las vias, que todos los senderos
nos atropellaban en el olvido infame
y camuflado de la muerte
absurdo capricho verde que mancha de rojo la ropa
y nos deja vestidos como vos Thelma
con el corazon por fuera...

Pero por un momento soñé con mi boca en tu apetito
con mis dedos egoistas dibujando otra luna visceral
por un momento mis sangres emergieron de la tierra
centro posible de tu nombre imposible y fragante,
lujuria contaminada mi paseo estoico de huesos no apagados
verso no escrito, tierra profunda, fondo de la tierra
olor sin olor, madre vida, dolor andando
"emerjo de tu frente en el aliento vivo..."
con un fuego acaso sobrealimentado hoy
con todo el oxigeno de tu "Seduccion"



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8.12.05

La bicicleta blanca

HORACIO FERRER








Música : Astor Piazzolla
Letra: Horacio Ferrer





Lo viste. Seguro que vos también, alguna vez, lo viste: te hablo de ese eterno ciclista solo, tan solo, que repecha las calles por la noche.
Usa las botamangas del pantalón bien metidas en las medias y una boina calzada hasta las orejas, ¿te fijaste? Nadie sabe, no, de dónde cuernos viene, jamás se le conoce a dónde diablos va.
De todos modos, si lo vieras pasar, miralo con mucho Amor: puede que sea, otra vez...

El flaco que tenía la bicicleta blanca;
silbando una polkita cruzaba la ciudad.
Sus ruedas, daban pena: tan chicas y cuadradas
¡que el pobre se enredaba la barba en el pedal!

Llevaba, de manubrio, los cuernos de una cabra.
Atrás, en un carrito, cargaba un pez y un pan.
Jadeando a lo pichicho, trepaba las barrancas,
y él mismo se animaba, gritando al pedalear.

"¡Dale, Dios!... ¡Dale, Dios!...
¡Meté, flaquito corazón!
Vos sabés que ganar
no está en llegar sino en seguir..."

Todos, mientras tanto, en las veredas,
revolcándonos de risa
¡lo aplaudimos a morir!
y él, con unos ojos de novela,
saludaba, agradecía,
y sabía repetir:

"¡Dale, Dios!... ¡Dale, Dios!...
¡Dale con todo, Dale, Dios!..."

Pero cierta noche, su horrible bicicleta con acoplado entró a sembrar una enorme cola fosforescente. ¡Increíble!: los pungas devolvían las billeteras en los colectivos; los poderosos terminaban con el hambre; los ovnis nos revelaban el misterio de la Paz; el Intendente, en persona, rellenaba los pozos de la calle, y hasta yo, pibe, yo que soy las penas, lloré de alegría bailando bajo esa luz la polka del ciclista.

Después, no sé, ¡te juro!, por qué siniestra rabia,
no sé por qué lo hicimos ¡lo hicimos sin querer!,
al flaco, ¡pobre flaco!, de asalto y por la espalda,
su bicicleta blanca le entramos a romper.

Le dimos como en bolsa, si asco, duro, en grande:
la hicimos mil pedazos... Y, al fin, yo vi que él,
mordiéndose la barba, gritó: "¡Que yo los salve!..."
Miró su bicicleta, sonrió, se fue de a pie.

(Mi viejo Flaco Nuestro que andabas en la Tierra: ¿Cómo te olvidaste que no somos ángeles sino hombres y mujeres?)

Flaco,
no te quedes triste,
todo no fue inútil,
no pierdas la fe...
en un cometa con pedales
¡dale que te dale!
yo sé que has de volver...