22.12.05

La gente que me gusta...


Primero que todo

Me gusta la gente que vibra,

que no hay que empujarla,

que no hay que decirle que haga las cosas,

sino que sabe lo que hay que hacer y

que lo hace en menos tiempo de lo esperado.

Me gusta la gente con capacidad

para medir las consecuencias de sus acciones,

la gente que no deja las soluciones al azar.

Me gusta la gente estricta

con su gente y consigo misma,

pero que no pierda de vista

que somos humanos y nos podemos equivocar.

que el trabajo en equipo entre amigos,

produce más que los caóticos esfuerzos individuales.

Me gusta la gente que sabe la importancia de la alegría.

Me gusta la gente sincera y franca,

capaz de oponerse con argumentos serenos y razonables

a las decisiones de un jefe.

Me gusta la gente de criterio, la que no traga entero,

la que no se avergüenza de reconocer que no sabe algo

o que se equivocó,

Me gusta la gente que al aceptar sus errores,

se esfuerza genuinamente

por no volver a cometerlos.

Me gusta la gente capaz de criticarme

constructivamente y de frente,

a estos los llamo mis amigos.

Me gusta la gente fiel y persistente,

que no fallece cuando

de alcanzar objetivos e ideas se trata.

Me gusta la gente que trabaja por resultados,

Con gente como esa,

me comprometo a lo que sea,

ya que con haber tenido esa gente a mi lado

me doy por bien retribuido.

Mario  Benedetti

18.12.05

Tribulaciones de Ulises

de René Rodríguez Soriano


Tejes y destejes mis órganos, mis sienes y mis sueños. Me reflejo en el espejo de tu espera. Me muero. Resucito en todas las muertes que ya he muerto entre tus muertes presentidas. Voy hacia ti por caminos que conducen a tus sendas, no me encuentro. Doy conmigo, perdido. Me deshilo, implorando ante la indiferencia de Teseo. Herido Minotauro, desangrado. Ando y desando por la noche cada día que me tejes y me inventas en mil argucias. Soy nada, navegando en el turbulento todo de tu entrega. Te invento, te dibujo y te recreo en todas las tonalidades de mis ansias. ¿Qué piensan tus adentros cuando te vas y me voy por esos ríos sordos de la madrugada? ¿Qué fraguan, en sus momentos, mientras vadeo las lelas corrientes de esa espera cecina y penitente de los días? Arde atrás Troya, amor. Las llamas queman mis huellas y no huyo, voy hacia ti porque sé que, sentada, quizá mirando la ventana que yo ansío, tu espera es una llama que arde más aún.

14.12.05

CREO, VIEJA, QUE TU HIJO LA CAGÓ

 

de Jorge Valdano


Juan Antonio Felpa era de talante tranquilo, pero resolvió asegurarse el
sueño de la noche previa a la del día del partido con medio somnífero
porque estaba inquieto, y no le faltaba razón. El hábito lo des­pertó a
las siete de la mañana, e instantáneamente un cosquilleo nervioso en el
estómago le anunció que era domingo, día de fútbol, y decidió quedarse un
poco más en la cama a pensar en el partido. Consumió varios minutos
parando penaltys en idénticas versio­nes. Era su sueño favorito, su
fantasía recurrente: O-O faltando un minuto y penalty en contra; silencio
ex­pectante, miradas de ojos grandes, intuición exacta y él en el aire
abrazado a la pelota y otra vez él en el suelo sintiéndose dueño de los
aplausos, responsable de la catástrofe diminuta que sufrían las emociones
de cientos de aficionados; O-O final. A veces imaginaba lo mismo con
ventaja de 1-O para su equipo, pero esa his­toria le gustaba menos porque
tenía que repartir la gloria con el compañero que había marcado el gol. A
Juan Antonio Felpa, obrero de Fábricas Unidas y portero del Sportivo
Atlético Club, se le dibujaba una sonrisa estúpida cuando paraba penaltys
mentalmente aunque él no se daba cuenta. Se acordó del tiempo con la
preocupación de un agricultor; saltó de la cama y se fue hasta la puerta
rogando que no lloviera. Aquel 16 de septiembre de 1964, la primavera se
había adelantado cinco días al calendario. Era una mañana irreprochable.
Ese sol que invitaba a vivir le recordó la enfermedad de su padre: <<Día
peronista>> hubiera dicho él. Luego pasaría a visitarlo para hacerle
olvidar por un rato la tristeza de perderse el clásico.

Entró a la humilde cocina a tomarse un té, como era su costumbre
dominguera, sin poder sacarse el partido de la cabeza. Clavó la vista en
un póster arrugado de Amadeo Carrizo que había pegado años atrás en la
pared. Sin haberlo visto nunca jugar, había sido siempre hincha del River
Plate. Buenos Aires estaba a muchos kilómetros y a muchos pesos de
distancia, pero él idealizaba la trayectoria del equipo capitalino y la de
su portero legendario a través de la radio y de la revista El Gráfico.
Como admirar es identificarse, Felpa se sentía el Carrizo del pueblo, le
emulaba algunos gestos y hasta había conseguido una gorra a cuadros
parecida a la que el portero riverplatense usaba para defenderse del sol.
«Grande maestro», le murmuró Juan Antonio a la foto de Amadeo en el
preciso instante que su mujer, con ojos todavía dormilones, entraba en la
cocina:

-Hablás solo.

-No, pensaba.

Recibió el beso cariñoso y joven de Mercedes y los dos hablaron durante
largo rato de simples cosas suyas.

Juntos escucharon a Johnny Lombard anunciando el partido: «A las cinco de
la tarde, en el campo comunal Sportivo y Argentino de Las Parejas se
juegan el título de Liga en el partido más esperado del año». Esa voz
emotiva, que paseaba en un coche lento y que era ampliada por dos grandes
altavoces ubicados sobre el techo, lograba que Felpa se sintiera
importante. Piel de gallina se le ponía.

Todavía faltaban cinco partidos para que terminara el campeonato, y los
dos equipos que dividían el pueblo, los celestes del Argentino y los
verdirrojos del Sportivo compartían el primer puesto de la Liga Cañadense
de Fútbol. Esa tarde ponían el honor y la vergüenza en juego para definir
de una vez por todas quién era quién en la Liga.

Desde hacia una semana no se hablaba de otra cosa. Circulaban las
apuestas, se espesaban las bromas y los más impacientes ya se habían
cruzado algún puñetazo. Estaba clarito en el ambiente que lo que se jugaba
era el clásico más importante de los últimos tiempos.

-¿Que tal en la fábrica? -preguntó Mercedes.

-Y.. esta semana, ya sabés, los muchachos me volvieron loco.

Orgulloso, Juan Antonio le contó a su mujer; entre otras cosas, que el
patrón, palmeándole la espalda le había dicho: «Juan, el domingo te tenés
que portar, ¿eh?».

Felpa era un buen tipo, de veintiséis años, casado no hacía mucho tiempo y
con un niño de meses. De gustos sencillos, querido y popular, era de esa
clase de hombres que teniendo poco no necesitan más. Se vistió con ropa de
domingo, revisó la bolsa de deportes, olió con ganas y sin ruidos la
habitación del hijo dormido y se despidió de su mujer sin mucha ceremonia.

En el sanatorio San Luis, sentado en la cama donde convalecía su padre de
una operación estomacal, recibió con paciencia consejos futbolísticos.
Recordaron aquel día que habían ido a cazar y Juan Antonio, con diez años,
salió corriendo y se tiró de panza sobre una liebre a la que el padre
había apuntado y pretendía disparar con su vieja escopeta. La liebre se
escapó y el imprudente proyecto de guardameta, que vivía abalanzándose
sobre cualquier cosa, recibió una paliza de la que no se olvidaría nunca
más. En esa época le empezaron a llamar Gato. Su padre, hombre de carácter
fuerte, que amaba al Sportivo con la misma intensidad con que odiaba al
Argentino, nunca estuvo de acuerdo con que su hijo fuera portero, y no
sólo porque le espantaba las liebres, sino porque siempre había pensado
que los porteros eran medio imbéciles. Pero quería tanto a su único hijo
que mudó el prejuicio y terminó mirando los partidos desde detrás de la
portería, aunque era más lo que molestaba con Sus gritos que lo que
respaldaba.

En la cama del sanatorio, don Jesús Eladio Felpa se sentía mejor; pero no
poder ver ese clásico lo tenía algo excitado. Iba a tener que conformarse
con abrir las ventanas de su habitación para interpretar los gritos que
llegaran desde la cancha. A doscientos metros de distancia era capaz de
identificar, aguzando el oído, las jugadas peligrosas, el equipo que
dominaba y, sin dudar, a qué equipo pertenecía el gol que se marcaba.
Treinta y cinco años viendo al Sportivo le habían enseñado mucho. Su pobre
mujer tenía que soportar en silencio el relato aproximado que don Jesús
hacía de las jugadas.

Juan Antonio se fue a la sede del club llevándose una última recomendación
paterna:

-Métanle cinco goles, así no hablan nunca más.

En el camino volvió a fabricar un penalty en la cabeza. Siempre se tiraba
hacia la derecha y apresaba entre sus manos el balón que llegaba a media
altura. «La esperanza es el sueño de los despiertos», escuchó un día.

En la sede encontró más gente que nunca y un clima prebélico. Las manos se
le posaban en los hombros como mariposas brutas y contestó con una sonrisa
los comentarios de siempre: «No te preocupes, que hoy ni se acercan...».
«A las cinco cerrará las persianas, ¿eh?...» «¿A quién le ganaron
ésos...?» Llegó a la tranquilidad del restaurante y saludó a sus
compañeros, la mayoría de pueblos y ciudades cercanas a los que no veía
desde el domingo pasado. Eran buena gente, pero él envidiaba la capacidad
que tenía el Argentino para formar jugadores del pueblo. El Tano Perazzi
lo explicaba bien: «Los del pueblo juegan por la camiseta, y los de afuera
juegan por la plata». Pero siempre había sido así, y, la verdad, mucha
plata no había.

Comieron carne asada con ensalada, y después la Bruja Mirage, ex jugador y
en aquel momento entrenador, dio la alineación y dijo las cuatro tonterías
de siempre con tono de haber inventado el fútbol.

Los Felpa, padre e hijo, no lo tragaban porque nunca había defendido el
fútbol local. Cuanto de más lejos le traían los jugadores, más contento
estaba. Además, jugaba sin wínes, y tácticamente se equivocaba mucho. Los
dos solían acordarse del día en que el Negro Moyano lo saludó a los gritos
en mitad del bar Victoria:

-¿Cómo te va, embrague?

-¿Por qué embrague? -preguntó el entrenador con poca prudencia.

-Porque primero metés la pata y después hacés los cambios -le soltó el
Negro para que se riera todo el mundo.

Cómo sufrió el odio Mirage esa vez.

Los jugadores decidieron irse para la cancha distribuidos en cuatro coches
particulares de directivos de la comisión de fútbol. Salieron por la
puerta trasera para no darle oportunidad a los pesados. En el vestuario
empezaron a respirar el clima del partido. Ahí adentro olía a fútbol. El
partido estaba cerca, y afuera crecía el ruido. Apretados por los nervios,
se vistieron, se masajearon e hicieron movimientos de calentamiento como
si se tratara de un ritual.

El Gato Felpa, en un rincón, sólo movía los brazos y de vez en vez tiraba
algún golpe al aire como los boxeadores. Se ponía rodilleras y unos
pantalones cortos acolchados en las caderas para amortiguar los golpes de
las caídas. No usaba guantes ni entendía cómo se podía atajar con ellos.
Si alguien se lo preguntaba, había aprendido una frase que le gustaba
repetir: «Me quitan sensibilidad». Los hierros entre los que trabajaba
durante la semana habían modelado manos fuertes, y a él le gustaba sentir
la pelota entre sus dedos. El equipo, como era su costumbre, hizo un corro
y todos encimaron las manos sobre las del capitán para dar tres gritos de
guerra que contribuían a darles confianza y a hacerlos sentir más juntos.
De rebote, también valía para asustar a los del vestuario contiguo. Se
fueron para el túnel, con música de tacos de cuero sobre el suelo y
cuidando de no resbalarse en el cemento. Cuando asomaron la cabeza estalló
la mitad roja-verde del campo. Los celestes ocupaban el lado opuesto y
homenajearon a sus jugadores tres minutos después. Ahí estaba todo el
pueblo.

Era día grande, de esos que dejan hablando al pueblo durante semanas;
banderas, papeles picados, bombos, matracas gigantes, cantos; no faltaba
nada.

El sermón arbitral fue breve: «A jugar y a callar», dijo a los capitanes
en el centro del campo antes de sortear las porterías.

El griterío de la gente y la emotividad de lo que estaba en juego
dignificó en parte el fútbol pobre que se jugó en la primera mitad. Los
dos equipos trataban de aprovechar el descuido del adversario, pero, eso
sí, sin descuidarse. Se tenían miedo y estaban tensos, y eso, procesado
futbolísticamente, da como resultado un partido trabado e impreciso.

Acertó don Jesús Eladio Felpa, en el sanatorio, cuando le resumió el
primer tiempo a su mujer:

-Partido malo, vieja, ni ocasiones de gol crearon.

Se jugó mal, es cierto, pero se jugó en serio. Las piernas se metían
fuertes y entre los jugadores se escucharon palabras duras.

El segundo tiempo pareció un poco más abierto, pero pisaron poco las
áreas. Los dos equipos malograron alguna oportunidad, pero no fueron fruto
de balones claros, sino de rebotes afortunados o de errores cometidos por
piernas cansadas.

Pero de un clásico de pueblo nadie se va antes de tiempo. Certero otra vez
don Jesús, le advirtió a su paciente mujer; faltando unos quince minutos,
que «todavía podía pasar cualquier cosa». En ese segundo tiempo, Juan
Antonio se calzó la gorra, porque el sol estaba bajo y pegaba de frente.
Sus pocas intervenciones las había resuelto con sobriedad, salvo aquella
pelota que llegó combada y despejó por encima del travesaño tirándose para
atrás. Una parada más espectacular que difícil. Desde atrás dio órdenes,
animó a sus compañeros y en ningún momento perdió concentración. Hasta el
momento de la jugada que nunca más olvidarían quienes estaban ahí, el
partido no se había dado para que él se luciera.

Faltaban cuatro minutos para el final cuando el Gringo Santoni, siempre
tan apresurado, despejó a córner sin necesidad. Había llegado ese momento
en el cual los menos interesados miraban el reloj con ganas de que aquello
terminara de una vez, los borrachos hablaban solos y los fanáticos estaban
trepados a las vallas totalmente desencajados. El córner venía fuerte y el
Gato Felpa, todo hay que decirlo, dudó en la salida y se quedó a mitad de
camino. El Oso Antuña, defensor central del Argentino, no necesitó saltar
para cabecear seco al ángulo cruzado. El Enano Zárate, que con esa altura
no podía marcar a nadie por arriba y que en los córneres era el encargado
de cuidar el primer palo, supo instintivamente que con la cabeza jamás
podía llegar a esa pelota, y la despejó de un manotazo. ¡ Penalty!

Aquello calentó a los indiferentes, congeló a los fanáticos y hasta calló
a los borrachos. El lado celeste de la cancha se puso de fiesta y la gente
del Sportivo esperaba, inmóvil y muda, a que los dioses del fútbol les
dieran una mano. Todo lo que estaba pasando se parecía mucho a la fantasía
de Juan Antonio Felpa.

El sol, del otro lado de la cancha, se había caído detrás de los cipreses,
y Felpa, parado en el centro de la línea de meta, se quitó la gorra muy
resuelto y la tiró adentro de la portería. Sintió un frescor agradable en
la cabeza sudada y quizá por eso experimentó la fe de los héroes.

A once metros de distancia el Befo Nieva ya estaba frente a la pelota. Se
cruzaron una mirada huidiza; medio cómplice y medio asesina.

Juan Antonio Felpa flexionó levemente las rodillas y con los ojos fijos en
el lanzador escuchó la orden del árbitro. Ya tenía la decisión tomada.
Cuando el Beto golpeó la pelota, Felpa ya volaba en la dirección del
sueño. Al lado del palo derecho, se abrazó a la pelota en el aire, y antes
de caer al suelo sintió, como un relámpago, la alegría más grande de su
vida.

Ahora era la mitad rojo-verde del campo la que se había puesto de fiesta
al grito de «Felpa», «Felpa», «Felpa». Yo no sé lo que le pasó en ese
momento, porque en veinticinco años nadie logró hablar con él del tema sin
que se enfadara, pero para mí que esos gritos lo confundieron y eso lo
llevó a tomar el camino más absurdo de su vida. Lo cierto es que se
levantó del suelo endiosado, y queriendo prolongar ese momento mágico,
cometió el error de ir a buscar la gorra dentro de la portería con la
pelota debajo del brazo. El árbitro dudó antes de dar el gol, y el campo
entero tardó en echarse las manos a la cabeza entre eufóricas risas
celestes y sorprendidos lamentos verdirojos. El extraño coro de murmullos
que quedó flotando en el ambiente desconcertó a don Jesús Eladio Felpa,
que había sufrido con el penalty («hay que reconocer que fue justo,
vieja») y se había alegrado con el paradón. Intuyó que algo malo había
pasado, y con una mínima esperanza de haberse equivocado, miró a su santa
mujer y le comentó entre triste y preocupado:

Creo, vieja, que tu hijo la cagó.
 

13.12.05

SE MIRAN, SE PRESIENTEN, SE DESEAN

SE MIRAN, SE PRESIENTEN, SE DESEAN
Se miran, se presienten, se desean, se acarician, se besan, se desnudan, se respiran, se acuestan, se olfatean, se penetran, se chupan, se demudan, se adormecen, despiertan, se iluminan, se codician, se palpan, se fascinan, se mastican, se gustan, se babean, se confunden, se acoplan, se disgregan, se aletargan, fallecen, se reintegran, se distienden, se encarnan, se menean, se retuercen, se estiran, se caldean, se estrangulan, se aprietan,se estremecen, se tantean, se juntan, desfallecen, se repelen, se enervan, se apetecen, se acometen, se enlazan, se entrechocan, se agazapan, se apresan, se dislocan, se perforan, se incrustan, se acribillan, se remachan, se injertan, se atornillan, se desmayan, reviven, resplandecen, se contemplan, se inflaman, se enloquecen, se derriten, se sueldan, se calcinan, se desgarran, se muerden, se asesinan, resucitan, se buscan, se refriegan, se rehuyen, se evaden y se entregan
.

Oliverio Girondo

12.12.05

Alabanza a los sueños





En mis sueños
pinto como Vermeer van Delft.
Hablo fluidamente griego
y no sólo con los vivos.
Conduzco un auto
que me obedece.
Tengo talento,
escribo poemas largos, grandiosos.
Escucho voces
no menos que los grandes santos.
Se sorprenderían
de mi virtuosismo en el piano.
Floto en el aire como se debe,
es decir, por mí misma.
Si caigo del techo
puedo aterrizar suavemente en el verde césped.
No me es difícil
respirar bajo el agua.
No me puedo quejar :
he logrado descubrir la Atlántida.
Me complace que justo antes de morir
siempre me las arreglo para despertar.
Inmediatamente tras el estallido de la guerra
me vuelvo a mi lado favorito.
Soy, mas no necesito ser,
hija de mi tiempo.
Hace unos pocos años
vi dos soles.
Y antes de ayer un pingüino,
con toda claridad.

Wislawa Szymborska (1972)

10.12.05

Via Poesia



Por un momento pensé que la poesía ya no tenía via,
que los laberinticos de nuestros seres
simplemente se adormecían en el letargo de alguna memoria;
por un momento pensé que no teniamos opcion
que todas las vias, que todos los senderos
nos atropellaban en el olvido infame
y camuflado de la muerte
absurdo capricho verde que mancha de rojo la ropa
y nos deja vestidos como vos Thelma
con el corazon por fuera...

Pero por un momento soñé con mi boca en tu apetito
con mis dedos egoistas dibujando otra luna visceral
por un momento mis sangres emergieron de la tierra
centro posible de tu nombre imposible y fragante,
lujuria contaminada mi paseo estoico de huesos no apagados
verso no escrito, tierra profunda, fondo de la tierra
olor sin olor, madre vida, dolor andando
"emerjo de tu frente en el aliento vivo..."
con un fuego acaso sobrealimentado hoy
con todo el oxigeno de tu "Seduccion"



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8.12.05

La bicicleta blanca

HORACIO FERRER








Música : Astor Piazzolla
Letra: Horacio Ferrer





Lo viste. Seguro que vos también, alguna vez, lo viste: te hablo de ese eterno ciclista solo, tan solo, que repecha las calles por la noche.
Usa las botamangas del pantalón bien metidas en las medias y una boina calzada hasta las orejas, ¿te fijaste? Nadie sabe, no, de dónde cuernos viene, jamás se le conoce a dónde diablos va.
De todos modos, si lo vieras pasar, miralo con mucho Amor: puede que sea, otra vez...

El flaco que tenía la bicicleta blanca;
silbando una polkita cruzaba la ciudad.
Sus ruedas, daban pena: tan chicas y cuadradas
¡que el pobre se enredaba la barba en el pedal!

Llevaba, de manubrio, los cuernos de una cabra.
Atrás, en un carrito, cargaba un pez y un pan.
Jadeando a lo pichicho, trepaba las barrancas,
y él mismo se animaba, gritando al pedalear.

"¡Dale, Dios!... ¡Dale, Dios!...
¡Meté, flaquito corazón!
Vos sabés que ganar
no está en llegar sino en seguir..."

Todos, mientras tanto, en las veredas,
revolcándonos de risa
¡lo aplaudimos a morir!
y él, con unos ojos de novela,
saludaba, agradecía,
y sabía repetir:

"¡Dale, Dios!... ¡Dale, Dios!...
¡Dale con todo, Dale, Dios!..."

Pero cierta noche, su horrible bicicleta con acoplado entró a sembrar una enorme cola fosforescente. ¡Increíble!: los pungas devolvían las billeteras en los colectivos; los poderosos terminaban con el hambre; los ovnis nos revelaban el misterio de la Paz; el Intendente, en persona, rellenaba los pozos de la calle, y hasta yo, pibe, yo que soy las penas, lloré de alegría bailando bajo esa luz la polka del ciclista.

Después, no sé, ¡te juro!, por qué siniestra rabia,
no sé por qué lo hicimos ¡lo hicimos sin querer!,
al flaco, ¡pobre flaco!, de asalto y por la espalda,
su bicicleta blanca le entramos a romper.

Le dimos como en bolsa, si asco, duro, en grande:
la hicimos mil pedazos... Y, al fin, yo vi que él,
mordiéndose la barba, gritó: "¡Que yo los salve!..."
Miró su bicicleta, sonrió, se fue de a pie.

(Mi viejo Flaco Nuestro que andabas en la Tierra: ¿Cómo te olvidaste que no somos ángeles sino hombres y mujeres?)

Flaco,
no te quedes triste,
todo no fue inútil,
no pierdas la fe...
en un cometa con pedales
¡dale que te dale!
yo sé que has de volver...

27.11.05

Convencernos







Letra y Música: Eladia Blázquez / Chico Novarro

Convencernos que somos capaces,
que tenemos pasta y nos sobra la clase.
Decidirnos en nuestro terreno
y tirarnos a más, nunca a menos.

Convencernos, no ser descreídos
que vence y convence el que esta convencido.
No sentir por lo propio un falso pudor,
aprender de lo nuestro el sabor.

Y ser, al menos una vez, nosotros,
sin ese tinte de un color de otros.
Recuperar la identidad,
plantarnos en los pies
crecer hasta lograr la madurez.
Y ser, al menos una vez, nosotros,
tan nosotros, bien nosotros, como debe ser...

Convencernos un día de veras,
que todo lo bueno no viene de afuera.
Que tenemos estilo y un modo,
que hace falta jugarlo con todo.

Convercernos, con fuerza y coraje
que es tiempo y es hora de usar nuestro traje.
Ser nosotros por siempre, y a fuerza de ser
convencernos y así convencer.

Y ser, al menos una vez, nosotros,
sin ese tinte de un color de otros.
Recuperar la identidad,
plantarnos en los pies
crecer hasta lograr la madurez.
Y ser, al menos una vez, nosotros,
tan nosotros, bien nosotros, como debe ser...

Queremos ser, alguna vez,
en el después nosotros.
Y vos también, y vos también,
y vos también venite con nosotros.
La realidad es, en verdad,
tratar de ser nosotros.
Y vos también, y vos también,
y vos también quedate con nosotros.
¡No con otros, con nosotros, como debe ser!

18.11.05

CANCIÓN OTOÑAL (nov. 1918)











Lorca retratado por un fotógrafo ambulante en la plaza de Urquinaona, Barcelona, 1927. Federico ha convetido la fotografía en imagen de San Sebastián, con alusiones a Salvador Dalí, destinatario de la misma. Cortesía de Anna María Dalí.

Federico García Lorca (1898 - 1936)

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Hoy siento en el corazón
un vago temblor de estrellas,
pero mi senda se pierde
en el alma de la niebla.
La luz me troncha las alas
y el dolor de mi tristeza
va mojando los recuerdos
en la fuente de la idea.

Todas las rosas son blancas,
tan blancas como mi pena,
y no son las rosas blancas,
que ha nevado sobre ellas.
Antes tuvieron el iris.
También sobre el alma nieva.
La nieve del alma tiene
copos de besos y escenas
que se hundieron en la sombra
o en la luz del que las piensa.

La nieve cae de las rosas,
pero la del alma queda,
y la garra de los años
hace un sudario con ellas.

¿Se deshelará la nieve
cuando la muerte nos lleva?
¿O después habrá otra nieve
y otras rosas más perfectas?
¿Será la paz con nosotros
como Cristo nos enseña?
¿O nunca será posible
la solución del problema?

¿Y si el amor nos engaña?
¿Quién la vida nos alienta
si el crepúsculo nos hunde
en la verdadera ciencia
del Bien que quizá no exista,
y del Mal que late cerca?

¿Si la esperanza se apaga
y la Babel se comienza,
qué antorcha iluminará
los caminos en la Tierra?

¿Si el azul es un ensueño,
qué será de la inocencia?
¿Qué será del corazón
si el Amor no tiene flechas?

¿Y si la muerte es la muerte,
qué será de los poetas
y de las cosas dormidas
que ya nadie las recuerda?
¡Oh sol de las esperanzas!
¡Agua clara! ¡Luna nueva!
¡Corazones de los niños!
¡Almas rudas de las piedras!
Hoy siento en el corazón
un vago temblor de estrellas
y todas las rosas son
tan blancas como mi pena.

8.11.05

La Pena de Muerte

MARÍA ELENA WALSH
por María Elena Walsh

Fui lapidada por adúltera. Mi esposo, que tenía manceba en casa y fuera de ella, arrojó la primera piedra, autorizado por los doctores de la ley y a la vista de mis hijos. Me arrojaron a los leones por profesar una religión diferente a la del Estado. Fui condenada a la hoguera, culpable de tener tratos con el demonio encarnado en mi pobre cuzco negro, y por ser portadora de un lunar en la espalda, estigma demoníaco. Fui descuartizado por rebelarme contra la autoridad colonial. Fui condenado a la horca por encabezar una rebelión de siervos hambrientos. Mi señor era el brazo de la Justicia. Fui quemado vivo por sostener teorías heréticas, merced a un contubernio católico-protestante. Fui enviada a la guillotina porque mis Camaradas revolucionarios consideraron aberrante que propusiera incluir los Derechos de la Mujer entre los Derechos del Hombre. Me fusilaron en medio de la pampa, a causa de una interna de unitarios. Me fusilaron encinta, junto con mi amante sacerdote, a causa de una interna de federales. Me suicidaron por escribir poesía burguesa y decadente. Fui enviado a la silla eléctrica a los veinte años de mi edad, sin tiempo de arrepentirme o convertirme en un hombre de bien, como suele decirse de los embriones en el claustro materno. Me arrearon a la cámara de gas por pertenecer a un pueblo distinto al de los verdugos. Me condenaron de facto por imprimir libelos subversivos, arrojándome semivivo a una fosa común. A lo largo de la historia, hombres doctos o brutales supieron con certeza qué delito merecía la pena capital. Siempre supieron que yo, no otro, era el culpable. Jamás dudaron de que el castigo era ejemplar. Cada vez que se alude a este escarmiento la Humanidad retrocede en cuatro patas.

aparecido originalmente en Clarín, 12 de setiembre de 1991

3.11.05

.............Reír llorando.............





Viendo a Garrik, actor de la Inglaterra,
el pueblo al aplaudirlo le decía:
"Eres el más gracioso de la tierra,
y el más feliz"... Y el cómico reía.
Víctimas del "spleen" los altos lores,
en sus noches más negras y pesadas,
iban a ver al rey de los actores,
y cambiaban su "spleen" en carcajadas.

«Una vez, ante un médico famoso,
llegóse un hombre de mirar sombrío:
-Sufro —le dijo— un mal tan espantoso
como esta palidez del rostro mío.
Nada me causa encanto ni atractivo:
no me importan mi nombre ni mi suerte;
en un eterno "spleen" muriendo vivo,
y es mi única pasión la de la muerte.
-Viajad y os distraeréis. -Tanto he viajado.
-Las lecturas buscad. -Tanto he leído.
-Que os ame una mujer. -Si soy amado.
-Un título adquirid. -Noble he nacido.
-¿Pobre seréis quizás? -Tengo riquezas.
-¿De lisonjas gustáis? -Tantas escucho.
-¿Qué tenéis de familia? -Mis tristezas.
-¿Váis a los cementerios? -Mucho... mucho.
-¿De nuestra vida actual tenéis testigos?
-Sí, mas no dejo que me impongan yugos:
yo les llamo a los muertos, mis amigos,
y les llamo a los vivos, mis verdugos.

«-Me deja —agrega el médico— perplejo
vuestro mal. Mas, no debo acobardaros;
tomad hoy por receta este consejo:
sólo viendo a Garrik podéis curaros.
-¿A Garrik? -Sí, a Garrik... La más remisa
y austera sociedad lo busca ansiosa;
todo aquel que lo ve, muere de risa:
tiene una gracia artística asombrosa.
-¿Y a mí... me hará reír? -Oh, sí, os lo juro.
El, sí, nadie más que él. Mas... ¿qué os inquieta?
-Así —dijo el enfermo— no me curo;
yo soy Garrik... cambiadme la receta.

«Cuántos hay que cansados de la vida,
enfermos de pesar, muertos de tedio,
hacen reír como el actor suicida,
sin encontrar para su mal remedio.
¡Oh, cuántas veces al reír se llora!
Nadie en lo alegre de la risa fíe,
porque en los seres que el dolor devora
el alma llora cuando el rostro ríe.
Si se muere la fe, si huye la calma,
si sólo abrojos nuestra planta pisa,
lanza a la faz la tempestad del alma
un relámpago triste: la sonrisa.
El carnaval del mundo engaña tanto,
que las vidas son breves mascaradas.
Aquí aprendemos a reír con llanto
y también a llorar con carcajadas.»

Juan de Dios Peza

29.10.05

EL LOCO DE LA VÍA



El loco de la vía vivía en la vía por donde corría con monotonía el tren... a horario, con atraso, pero todos los días. Tenía una casa barata, chata, además de lata, techo que había hecho, con esos deshechos que se encuentra a gatas, en la precaria orilla ferroviaria. Tenía un perro puntiagudo, con alma de felpudo, que siempre estaba echado, como entredormido, parecía cansado con un solo ladrido. Con un grillo minúsculo atornillaba crepúsculos y en el barro violeta de la quieta cuneta, una luna roja de sangre se le antoja la luz de la barrera. El loco de la vía abría a las mañanas una ventana nueva con cortinas finas de estrellas vespertinas y en el humo alargado de su fuego gastado elevaba y ondeaba una blanca bandera más alta y más grata que la del guardabarreras. Tenía una mirada suburbana entre verde y cansada y aunque veía parecía que ya no miraba, o que no le importaba todo lo que había. Una voz de vino, amarga que a muchos les dolía, y cuando el tren pasaba con su marcha cansina, rutina encadenada, él no decía nada, pero, se sonreía, y molestaba, claro, al oficinista, que desviaba la vista con el sentido práctico de los burocráticos que viven de rodillas tras las ventanillas y que creen sólo en las cosas que están en las planillas.A la señora beata santa mojigata con alma de rosario y de pecado diario que con recogimiento y arrepentimiento de confesionario siempre se escondía del loco de la vía, claro como no pedía, ¡ah! Sí hubiera ido por la sacristía, si hubiera sido como los demás que lamían consuelos no les molestaría, Y hasta pagaría con una limosna la paz en el cielo. Al señor pudoroso, serio, moralista, ese que da el asiento, correcto, educado que por las noches vive en el mareo loco devaneo de plumas de coristas y un amor pagado, al pseudo inteligente con cara de valiente, de duro intransigente, que se cree reformista, que cuando lo veía, al lado de la vía, al sol sin la camisa, desafiar al mundo con su risa, comprendía que él, también iba en el tren, el de todos los días. Al político, retórico, critico por que no lo votaba el loco de la vía, a los poderosos por que era orgulloso, a los desgraciados por que no era esclavo, a la hipocresía por que no creía y a los mansos por que se comprometía, claro les molestaba porque aún callado, nunca se callaba, es que era un mal ejemplo el loco de la vía, había que aplastarlo, borrarlo, desterrarlo no vaya a ser que un día quieran imitarlo, es un enemigo, vive al sol, no es mendigo, y hasta a veces, canta, es un subversivo... y vinieron veinte carros de asalto, cuatro de explosivos, un camión de la perrera, un destornillador para aflojar los grillos, máscaras antigases, carros autobombas, sesenta mil mangueras para aplacar el humo blanco de su blanca bandera. Le aplastaron la casa barata y chata, le expropiaron al perro puntiagudo con alma de felpudo. El loco de la vía reía todavía, y gritó libertad, con su voz que dolía, - este ya está en la lista - dijo el oficinista, y la santa señora en un avemaría pasaba la alcancía, el señor circunspecto miraba muy correcto, los hipócritas se compadecían, el político crítico con sentido analítico dijo que era anárquico que su fin era típico, los poderosos repetía con gozo, es un ejemplo claro, la libertad no existe, -- decían los esclavos y los mansos con quietud de remanso rezaban y un cura les decía arrodillados hijos, siempre arrodillados hijos...Y así se lo llevaron al LOCO DE LA VÍA. Y en su lugar de lata de lunas escarlatas con ventanas nuevas todas las mañanas con cortinas finas de estrellas vespertinas, picotean el crepúsculo de algún grillo minúsculo unas cuantas gallinas.
RAFAEL AMOR®

25.10.05

CUERPO DE MUJER



Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra.
Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros
y en mí la noche entraba su invasión poderosa.
Para sobrevivirme te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi
honda.
Pero cae la hora de la venganza, y te amo.
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
Ah los vasos del pecho! Ah los ojos de ausencia!
Ah las rosas del pubis! Ah tu voz lenta y triste!
Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia.
Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso!
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.

PABLO NERUDA

16.10.05

No te salves


No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo
pero si pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.

Mario Benedetti

11.10.05

Bajo el azote del sol






Bajo el azote del sol
Bajo el azote del sol
Está sangrando el verano
Mientras la tarde castiga
La tristeza de los ranchos.

Tirado bajo el cebil
El hombre es un perro flaco
Que sube osamenta arriba
Por un rumbo de caranchos.

Mire el humito patrón
Que echa la gente a su lado
Como el horno de carbón
Tienen el fuego tapado.

A la orilla del salí
La luna duerme temprano
Por que las noches cañeras
Se afilan sueños amargos.

Luna de olla popular
Con los ingenios cerrados
En los trapiches del alma
Tucumán se hace guarapo.

Cuchi Leguizamón
Antonio Nella Castro

30.9.05

Desnuda


Desnuda eres tan simple como una de tus manos,
Lisa, terrestre, mínima, redonda, transparente,
Tienes líneas de luna, caminos de manzana,
Desnuda eres delgada como el trigo desnudo,
Desnuda eres azul como la noche de Cuba,
Tienes enredaderas y estrellas en el pelo,
Desnuda eres enorme y amarilla
Como el verano en una iglesia de oro.
Pablo Neruda

15.9.05

FUNES EL MEMORIOSO



autor : JORGE LUIS BORGES



Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzado. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo -género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, "un Zarathustra cimarrón y vernáculo "; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: "¿Qué horas son, Ireneo?"". Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: 'Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco". La voz era aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto.Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los años 85 y 86 veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el "cronométrico Funes". Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina. No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los Comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, "del día 7 de febrero del año 84", ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, "había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó ", y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario "para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín". Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, f por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat y la obra de Plinio.El 14 de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba "nada bien". Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El "Saturno" zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día. En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del capítulo xxiv del libro vii de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non iisdern verbis redderetur audíturn.Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños.Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: "Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo". Y también: "Mis sueños son como la vigilia de ustedes". Y también, hacia el alba: "Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras". Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo. La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele.Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoléon, Agustín de Vedía. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas... Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades: análisis que no existe en los "números" El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme. Locke, en el siglo xvii, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferír el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos. La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce,más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en suimplacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.

11.9.05

"Digo que yo no soy un hombre puro"

escrito por NICOLÁS GUILLÉN




"Digo que yo no soy un hombre puro"
Yo no voy a decirte que soy un hombre puro. Entre otras cosas falta saber si es que lo puro existe. O si es, pongamos, necesario.O posible.O si sabe bien. ¿Acaso has tú probado el agua químicamente pura, el agua de laboratorio, sin un grano de tierra o de estiércol, sin el pequeño excremento de un pájaro, el agua hecha no más de oxígeno e hidrógeno?¡Puah!, qué porquería.
Yo no te digo pues que soy un hombre puro, Yo no te digo eso, sino todo lo contrario. Que amo (a las mujeres, naturalmente, pues mi amor puede decir su nombre), y me gusta comer carne de puerco con papas, y garbanzos y chorizos, y huevos, pollos, carneros, pavos, pescados y mariscos, y bebo ron y cerveza y aguardiente y vino, y fornico (incluso con el estómago lleno). Soy impuro ¿qué quieres que te diga?Completamente impuro. Sin embargo,creo que hay muchas cosas puras en el mundo que no son más que pura mierda. Por ejemplo, la pureza del virgo nonagenario. La pureza de los novios que se masturbanen vez de acostarse juntos en una posada. La pureza de los colegios de internado, dondeabre sus flores de semen provisionalla fauna pederasta. La pureza de los clérigos. La pureza de los académicos. La pureza de los gramáticos. La pureza de los que aseguranque hay que ser puros, puros, puros. La pureza de los que nunca tuvieron blenorragia. La pureza de la mujer que nunca lamió un glande. La pureza del que nunca succionó un clítoris. La pureza de la que nunca parió. La pureza del que se da golpes en el pecho, y dice santo, santo, santo, cuando es un diablo, diablo, diablo. En fin, la purezade quien no llegó a ser lo suficientemente impuropara saber qué cosa es la pureza.
Punto, fecha y firma. Así lo dejo escrito.

Nicolás Guillén

PLANTA UN ARBOL


Planta un árbol convencido
-aunque el sitio en que lo plantes
no sea tuyo y mueras antes
de verlo florecido-
que hará un pájaro su nido
a su abrigo acogedor,
que a un hombre trabajador
será su sombra propicia,
y que siempre beneficia
lo que se hace por amor.

Antonio Alejandro Gil

26.8.05

Que me palpen de armas


Creo en el amor como en la experiencia más maravillosa de la existencia, como generador de toda clase de alegrías.Y en el amor correspondido, como la felicidad misma. Pero no fui educado para él, ni para la felicidad, ni para el placer. Porque fui advertido malamente contra la entregay el gozoso abandono que supone. Cada día, entonces, todavía es una ardua conquista,una transgresión, una desobediencia debida a mí mismo, una porfía. La laboriosa tarea de desaprender lo aprendido, el desacato a aquel mandato primario y fatal, aquel dictamen según el cual se gana o se pierde, se ama o se es amado, se mata o se es muerto. La vida, por tanto, no me ha endurecido, ese sea tal vez mi mayor logro. Que me palpen de armas. Dejo a un lado, si es que alguna vez tuve o me queda, toda arma que sirva para volverse temible, para someter, para acumular, para ser poderoso, para triunfar en un mundo de mano armada, en el que la felicidad se compra con tarjeta de crédito. No quiero que la lucidez me cueste la alegría, ni que la alegría suponga la necedad o la ceguera... Pero no me es fácil, me cuesta vivir a contratiempo, con la sensación de ser testigo de un desatino histórico gigantesco, de un extravío descomunal, tan irracional, absurdo o desolador como la bomba de neutrones. No entiendo al mundo. Me parece, como dice Serrat,que ha caído en manos de unos locos con carnet. Me siento ajeno a la debacle, pero en el medio de ella. Mi vida es apenas un instante en el océano del tiempo y es como si quisiera que ese instante fuera sereno y hondo,en el medio de una ensordecedora discoteca ode un holocausto definitivo, siempre a punto de estallar. Me desazona la banalización de la vida. El pavoneo de la insensatez. El triunfo de la prepotencia y de la ostentación. La deshumanización salvaje de los poderosos, la aceptación y el elogio del "sálvese quien pueda". La práctica y la prédica del desamor y de la histeria. Me descorazona la idiotez colectiva. La idealización de lo superfluo. El asesinato de la inocencia.El descuido suicida de lo poco que merecía nuestro mayor esmero. El desconocimiento o el olvido de nuestra propia condición. Me conmovió, no hace tanto, que el cosmólogo Sagan, en un artículo extenso, escrito como desde un punto perdido en el infinito del espacio desde el cual el mundo se observa como una bolita cachuza, terminara diciéndonos: "Besen a sus hijos, escuchemos a esos hombres, sigámoslos.Leamos a los poetas, no permitamos que el misterio de la existenciadeje de estremecernos cada día, porque es el costo más alto que podemos pagarpor nuestra necedad y nuestra omnipotencia. La vida de un árbol merece nuestra devoción y nuestro másgrande regocijo; al amparo gozoso de su sombra, acariciados por la tibieza de la luz del soly arrullados por el sonido mágico e irrepetible de su follaje, mecido por la mano invisible del viento, estaremos a salvo de la alienación y de la orfandad; siempre y cuando seamos capaces de apreciar esa gloria mientras nos sea posible de reconocer en ella nuestra mayor riqueza. Que la muerte no nos hiera en vida, que la ferocidad no nos pueda el alma. Que nada troque nuestra dicha de estar despiertos. Que una caricia nos atraviese como una flecha jubilosa y radiante. Besemos a los que amamos. Amémonos".


autor : Oscar Martinez